A Cata se le llega por el Parque Nacional Henri Pittier. Una montaña de bosque nublado, ubicada en el estado Aragua al noreste de Venezuela, en donde la vegetación y la neblina se mezclan ocultando los monos aulladores de pelaje rojizo.
La carretera es larga y con curvas que son como montaña rusa. Por ella suben y bajan, desde Maracay, autobuses coloridos, que ocupan casi los dos estrechos carriles, tocando sus cornetas en vez de frenar.
Puestos de bolas de cacao, cambur y aguacate aparecen cuando el carro comienza a rodar en plano, mientras los carteles indican el cruce hacia pueblos o caseríos. “Las Monjas”, “Aponte”, “Cumboto”, son algunos de los que se leen al cruzar el arco de "Bienvenidos a Ocumare de la Costa de Oro", uno de los 18 municipios del estado Aragua conocido por sus playas caribeñas.
Cuando alguien dice “Cata” la mente de muchos enseguida se va a la bahía con sus azules y las dos torres, construidas en los años 70, que interrumpen la vista. Pero en realidad ese nombre no solo representa arenas claras, aguas transparentes y cocoteros delgados, porque la vía no termina allí.
A 10 minutos en carro o a una hora caminando —como se movilizan muchos catenses por la constante falta de transporte público— queda el pueblo que comparte con la playa ese nombre que suena como de mujer.
Marelis Diaz, Agricultora de Cata |
Catenses es el gentilicio de quienes nacieron entre las calles estrechas y la vegetación de esta parte el parque nacional en donde está la Hacienda Campesina Cata; a quienes beben agua del río que baja de la montaña, pescan camarones con cestas o a mano pelada, y comen pescado fresco con cambur morado. También se les llama así a los Lira, Díaz o Croquer, que son los apellidos originarios de estas tierras, y que se mezclaron con los Silva, Pacheco, Brizuela, Malavé y Matos que llegaron después.
En estas tierras crece cacao criollo, que por su calidad y gusto se le conoce también como “cacao fino” o “de aroma”. Cacao que sabe a almendras, nueces y frutas como cambur, limón o naranja. Estos granos fueron los que, a partir del siglo XVI, le dieron fama a Venezuela como productor, por lo que chocolateros nacionales e internacionales lo buscan para hacer tabletas de chocolate y bombones.
En este país, al norte de Suramérica, se registra la mayor biodiversidad del fruto. En la Hacienda Campesina Cata, los troncos de las matas de 11 variedades de cacao criollo se cargan de flores diminutas que luego se convierten en mazorcas a la sombra de árboles de cedro, samán, jobo, fruta de pan, plátano, tamarindo chino y bucare del bosque tropical. Crecen con el recuerdo de que, en una época, la comunidad entera limpiaba, tumbaba y desgranaba entre cantos a san Juan Bautista.
Por eso, Cata es más que el mirador de la bahía y las aguas cristalinas. Este pueblo, de casas blanquecinas por el sol, es tradiciones, playa y cacao.
Agricultora Marelis Diaz
Las paredes de la casa de Marelis, por dentro y por fuera, son todas de cemento, no tiene muchos cuadros ni fotografías que la adornen. Al salir, se ve la montaña del Parque Nacional Henri Pittier. Esa es la vista que la acompaña desde que se despierta y sale a trabajar en la Hacienda Campesina Cata, regresa al mediodía para cuidar a su nieta y se va a dormir.
Marelis Antonia Díaz Díaz tiene 42 años y ocho de ellos los ha vivido trabajando en la Hacienda de forma continua. Actualmente es la vicepresidenta de la junta directiva que conforma la Asociación Civil: Empresa Campesina Cata. Cuando era muchacha, no le gustaba ayudar a su mamá a tumbar y desgranar cacao: “A mí me obligaban”, cuenta siempre, pero eso cambió. Ahora, cosechar le da tranquilidad y en el monte se desconecta de cualquier preocupación.
Durante el día pone una silla afuera, a un costado de la vivienda que ella misma levantó. Se sienta a contemplar las curvas verdes que interrumpen el azul del cielo catense, cerca de la costa del mar Caribe. Vivió apenas unos días en Caracas con una tía, pero no aguantó, se escapó y regresó a su pueblo.
—Extrañaba abrir los ojos y ver todo este verde, sentir la brisa de aquí que es sabrosa porque es de playa y de monte al mismo tiempo —dice con los ojos vidriosos.
Lo que recoge de las matas de su patio o lo que tiene en la nevera lo comparte. Prefiere comer poquito que comer sola y eso hace con sus compañeras de trabajo. Su mirada es esquiva cuando no conoce a alguien, sin embargo, a pesar de ser amarga es dulce, como el chocolate. Habla poco con “los forasteros”, como le dicen en Cata a los que no son del pueblo, pero, apenas ve a las otras tres mujeres con las que ha cuidado y mantenido la Hacienda durante todo este tiempo, se le suelta la lengua.
—Nosotras somos como una familia —señala con tranquilidad.
Ella tiene dos hijos y una nieta. Todos con los mismos apellidos: Díaz Díaz. Jonathan José —22 años— sube y baja de la bahía en su moto para dejar en casa el pescado del salado. Dian Jonalis —20 años— se queda en casa cuidando a Keirismar, su hija de un año. Al mediodía, cuando Marelis regresa de la Hacienda, se va a la playa a hacer comida en el restaurante donde cocina.
Marelis sale de la casa cargando a su nieta. Se sienta bajo la sombra de la mata de cambur mientras le da el tetero. Le gustaría que su familia mantuviera esas tierras como lo está haciendo ella, pero no los quiere obligar. “Si ellos van a trabajar con cacao, que sea porque se sienten bien y entienden que eso es lo suyo”.
—Todo esto que tenemos es para ti —le dice a la niña señalando con la barbilla la casa y la vista verde del monte aragüeño—. No de tu mamá, no de tu tío. Nada de esto es mío. Todo esto es tuyo, lo que tenemos es para ti y todo lo trabajamos por ti.
Fuente Consultada: Cata de Cacao, UCV 2020
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